Cuando escribimos y reflexionamos acerca de la prostitución, con frecuencia el debate gira en torno al consentimiento, a si las mujeres prostituidas deciden o no libremente hacerlo, y a qué papel debemos adoptar socialmente frente a esa «decisión individual, libre y voluntaria». En este artículo pretendo argumentar, aunque sea de forma muy ágil, sobre los límites que desde la filosofía moral y política construimos frente al sexo. Es crucial entender que la necesidad de articular estos límites, desde una ética o moral laicas y desde el Derecho, se entiende por la consideración de que el sexo no es una actividad humana como otra cualquiera. Esta idea se ve reflejada, por ejemplo, en nuestro Código Penal, que tipifica como delito la pederastia. La tipificación de este delito es consecuencia de que socialmente hayamos asumido esa idea y de que, por tanto, consideremos que antes de una determinada edad, los seres humanos no pueden consentir en el mantenimiento de relaciones sexuales.
De otro lado, es importante asumir que los límites que construimos frente al sexo, en una sociedad capitalista como la nuestra, los articulamos también frente a la industria del sexo, frente al capital, frente al mercado. Es difícil sostener, como una parte de la izquierda pretende, que ante una industria capitalista como lo es la del sexo, el límite último sea el libre consentimiento de las mujeres. Pensemos entonces en qué salarios de miseria se aceptarían por libre consentimiento si derogásemos la existencia de un Salario Mínimo Interprofesional. Pensemos entonces en cómo desnudamos a la clase obrera ante el mercado cuando defendemos que frente a la industria del sexo, que no deja de ser parte del gran capital, el único límite debe ser el libre consentimiento.
Respecto al gran argumento de la «libertad de elección», debemos tomar en cuenta que no siempre el consentimiento legitima una práctica, ni mucho menos la convierte en trabajo. Tampoco el consentimiento de las partes implicadas es una razón suficiente para legitimar instituciones en una sociedad democrática. Casi puede interpretarse al contrario: la democracia pone límites a los contratos «voluntarios» que en sociedades caracterizadas por la desigualdad firmarían, sin duda, los más desfavorecidos. Situando el eje central del debate en el consentimiento, se dejan fuera, con un papel residual o inexistente, a los agentes prostituidores, es decir, a los puteros y a los proxenetas también al Estado –, como si la prostitución existiera porque hay mujeres dispuestas a prostituirse y no como práctica por la que los varones se garantizan el acceso grupal y reglado al cuerpo de las mujeres.
El acceso es en grupo porque todos los varones pueden acceder al cuerpo alquilado, que es un bien público. Hay que tener dinero, pero eso no invalida el carácter accesible. Asimismo, el acceso es reglado porque no tiene nada de natural y espontáneo, responde a una serie de normas conocidas y respetadas: las prostituidas están en determinados sitios, hay que preguntar cuánto es y qué se ofrece a cambio. Desde el abolicionismo sabemos que la prostitución no afecta solamente a las mujeres en prostitución, sino que afecta a todas las mujeres de la sociedad. Así lo formulaba la gran comunista Alexandra Kollontai. Y es que la prostitución afecta al imaginario de lo que es una mujer y lo que se puede esperar de ella, también de lo que se puede hacer con ella. Refuerza la concepción de las mujeres como cuerpos y trozos de cuerpos de los que es normal disponer y que ni siquiera suscitan el interés de preguntarse cómo ni por qué están ahí. De hecho, la mayor parte de las mujeres prostituidas no hablan la lengua del “cliente”. El mensaje de la industria del sexo insiste en que trabajar en ella es liberador y empoderador, pero no es lógico pensar que estar desnuda frente a hombres vestidos e investidos del derecho a acceder a tu cuerpo sea una fuente de poder y autoestima. El hecho de que los varones busquen y encuentren placer sexual en personas que no les desean es una importante materia de reflexión.
Por tanto, frente a las visiones amables de la prostitución, os dejo uno de tantos comentarios de “clientes”, copiado literalmente de un chat de puteros, para que se valore lo que ofrece el mercado prostitucional:
todo bastante limpio. No muy habladora, en realidad, daba la impresión de que no quería estar allí. Hicimos el misionero y se limitó a quedarse tumbada mirando el techo con una cara que daba bastante bajón. Al final, llené el chubasquero y me marché